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miércoles, 10 de febrero de 2010

Hablemos de los animales.

Nicholas Ray nos cuenta en Los dientes del diablo, una de sus últimas películas, cómo los esquimales acostumbran a depositar en las bocas de las focas que acaban de matar un poco de su propia saliva. Las focas aman el agua dulce, y para los esquimales darles esa saliva es una forma de evitar que regresen al mundo, tras su muerte, a cobrarse venganza. En el mundo antiguo eran frecuentes estas ceremonias con las que los hombres trataban de reparar el daño causado por el ejercicio de la caza. La muerte de un animal instauraba por un momento el desorden y había que llevar a cabo ceremonias reparadoras que impidieran que el mundo se precipitara por esa pendiente de destrucción.
Yo provengo de un mundo en que gran parte de los animales aún se mataban en casa. Se mataban los pollos y los conejos, se mataban los patos, los corderos y los cerdos. Los animales sacrificados solían ser los mismos que habíamos visto en el corral, y su muerte estaba revestida de naturalidad, pero también de respeto. Recuerdo ese momento y todas las labores posteriores de limpieza de cuchillos, baldes y, sobre todo, de las manos, que se frotaban hasta hacer desaparecer de ellas el más leve vestigio de sangre. "No podemos hacer otra cosa", parecían decir aquellas manos blanqueadas por la lejía después de los sacrificios. Pero decir que los animales se mataban en casa es dejar constancia también de su presencia multiplicada en el mundo.
Conocíamos los lugares que escogían los conejos para hacer sus huras, los caminos ocultos que seguían en el monte las perdices y los pequeños nichos en que las palomas criaban a los pichones. También las cuevas de los cangrejos, las zonas remansadas del río donde dormitaban tencas y carpas, las tapias en que lagartijas y lagartos buscaban el calor del sol, y aquel mundo de aves, alondras, gorriones, golondrinas y tordos que se confundía con nuestro propio mundo. El cielo del verano se llenaba de insaciables bandadas de vencejos chillando sobre nuestras cabezas, y el camino del monte era el lugar del presentimiento del zorro, y de sus ojos acerados y esquivos.
Me pregunto dónde están todos esos animales, y si los niños y los adultos de ahora los ven y viven a su lado como lo hacíamos nosotros. Una vez recogimos una camada de pequeños gatos. Los llevamos a casa y al día siguiente aparecieron cubiertos de una extraña sustancia blanca que habían segregado sus cuerpos. Supimos que se iban a morir y que todo lo que podíamos hacer era llevarles al río y arrojarles a su insaciable corriente. Y eso hicimos, aunque aún recuerde el sentimiento de oscura fatalidad con que lo llevamos a cabo, como si el mundo fuera así y nosotros no pudiéramos hacer nada para cambiarlo. Unos días después una mula sufrió un accidente en la carretera. La atropelló una moto causándole una enorme herida en el pecho. Su dueña, una vecina nuestra, lloraba y chillaba ante el espectáculo de su mula herida, ya que perderla habría supuesto una verdadera tragedia para ella, pues entonces las labores del campo no estaban mecanizadas y aquella gente no se podía permitir comprar otro animal. Lloraba como lo habría hecho ante un hijo o un pariente enfermo, como dando a entender que entre hombres y animales no había tanta diferencia y que estábamos unidos, entre otras cosas, por esa suprema dificultad que era vivir. Más o menos por esta época tuvo lugar el vuelo espacial de la perrita rusa Laika. Completó cerca de dos mil órbitas alrededor de la Tierra y la nave se quemó al contacto con la atmósfera seis meses después. No era el primer animal en tripular un cohete. Anteriormente, perros, monos y ratones habían viajado a las capas superiores de la atmósfera a bordo de cohetes experimentales. Pero el viaje de Laika al espacio fue diferente, ella capturó la imaginación del mundo. En Ciudad de la Estrella hay un monumento dedicado a los cosmonautas rusos que dieron su vida en la carrera espacial. Allí también existe una imagen que recuerda a la inolvidable Laika.
Hace poco he tenido la oportunidad de contemplar en el Museo de la Ciencia de mi ciudad la pequeña nave elipsoidal en que Laika realizó su vuelo. La perra estaba sujeta por un arnés que le permitía tener acceso a comida y agua dentro de la cabina presurizada, pero que la impedía cualquier otro movimiento. Laika fue recogida de las calles de Moscú junto a otros perros y, después de una rigurosa selección, pasó a formar parte del proyecto espacial soviético. Antes del lanzamiento fue adiestrada y tratada cuidadosamente, aunque nunca se pensó en su regreso. O dicho de otra forma, se la lanzó al espacio sabiendo que iba morir. No se sabe cuánto tiempo vivió y existen varias versiones sobre su final, casi todas estremecedoras. Algunas cuentan que su última comida contenía un veneno, otras que se soltaron intencionalmente gases en la cabina para que muriera sin dolor, o que murió por asfixia al acabarse el oxígeno. Uno de los cosmonautas que había trabajado previamente como ingeniero en el proyecto sugirió que Laika murió cuando su nave alcanzó altas temperaturas por un problema técnico.

No podemos saber lo que sintió Laika, pero viendo la nave en que voló, su forzada posición y su destino final, no creo que aquel viaje la hiciera demasiado feliz. Hace poco, en un periódico, se hablaba de la conmoción que un perro americano estaba produciendo entre sus cuidadores. Era capaz de entender más de trescientas palabras, y de aprender el nombre de nuevos objetos por exclusión, como hacen los niños. No estoy diciendo que haya que confundir a los animales con los hombres, pero noticias como ésta deberían hacernos preguntarnos por el verdadero papel que ocupan en nuestra vida. Los animales, que tuvieron en otro tiempo un papel central en la cultura de los pueblos, se han ido transformando a lo largo del siglo que acaba de terminar en algo marginal. Los zoológicos son la prueba más visible. Es imposible acercarse a uno de ellos, por más limpios y cuidados que estén, sin sentir que estamos en uno de esos espacios que implican una marginación forzada: los guetos, los suburbios, las prisiones, los manicomios, los campos de concentración. John Berger ha escrito que los zoológicos son el monumento vivo a la imposibilidad del hombre actual para reencontrarse con la mirada del animal. Deberíamos oponernos a estos lugares no tanto por razones humanitarias o liberales, sino por motivos de honor: arrancar a un animalde su hábitat natural para, privándole de su libertad, infligirle dolor y transformarle en un objeto de nuestras excursiones dominicales, no sólo no resulta justificable desde ningún punto de vista que se mire, sino que deshonra a la raza humana. Como lo hace la caza, entendida como deporte para gentes ociosas, o los toros, por más que la indiscutible belleza de este espectáculo nos haga olvidar su no menos indiscutible crueldad.

No estoy hablando del siempre resbaladizo sentimiento de la compasión, sino de nuestros deseos. Y puede que uno de los deseos que de una forma más constante e íntima nos define como seres humanos sea el de comunicarnos con los miembros de las otras especies. En este deseo, tan antiguo como el pecado original, se basa en gran medida el hecho de que las bestias y los animales hablen en los cuentos de hadas y, sobre todo, que sus protagonistas humanos comprendan mágicamente su lenguaje. Ésta es la razón última de esa pretendida "carencia del sentido de diferenciación entre nosotros y los animales" que se atribuye a las gentes de un pasado ya perdido. Tolkien afirma que desde muy antiguo se tiene una viva conciencia de esta diferencia; pero también se tiene la convicción de que fue traumática. Las animales son como reinos con los que el hombre ha roto sus relaciones y que sólo contempla ahora desde el exterior, y con los que, en el mejor de los casos, mantiene un difícil e inestable armisticio.
Hace años un buen amigo se tuvo que enfrentar al inesperado deseo de su hija de llevar pendientes, como las otras niñas de su clase. Se había negado a perforarle las orejas al nacer, por parecerle una costumbre bárbara, y ante la insistencia de la niña terminó perdiendo los estribos. "Los pendientes", le dijo, "son como esas argollas que ponen a las vacas en el hocico para sujetarlas al pesebre". La niña entonces se echó a llorar. "Papá", le contestó entre hipidos, "no te metas con las pobres vacas". Y mi amigo esa misma tarde fue con su hija a la farmacia para ponerle los pendientes que quería. Al recordar esta anécdota han vuelto a mi pensamiento las imágenes que inundaron los medios de comunicación durante la crisis de las vacas locas. En ellas veíamos a las "pobres vacas" caer entre espasmos, o hacinadas en los establos, sobre un mar de excrementos; transformadas en un animal sucio y aturdido, que nos inquietaba como portador de una enfermedad sólo causada por la usura del hombre, que las alimentaba con grasas animales para hacer más rentable su carne. No recuerdo ni un solo reportaje que se detuviera ante ellas con agradecimiento y delicadeza. Y sin embargo, en el libro de Enoch, los hombres nacen de una vaca blanca, después del diluvio. ¿Se trata de la fantasía de un poeta? Puede ser, pero hay algo en los ojos melancólicos y maternales de las vacas que nos hace añorar el tiempo en que nuestros antepasados lo creían así y las trataban como discretas compañeras de sus cavilaciones.
Decía Isak Dinesen que sólo hay dos pensamientos dignos de una persona inteligente. El primero es qué voy a hacer dentro de un momento; y el otro, ¿qué pretendía Dios al crear el mar, los desiertos, los vientos, el ámbar, los caballos, los peces, y todos los animales? Hacerse esa segunda pregunta supone abrirse al misterio de lo que es diferente a nosotros. Ser hombre podría ser, por ejemplo, cuidar de un Arca llena de animales, como hizo Noé. Si éstos mueren, y podría pasar, una parte de nosotros morirá con ellos; por ejemplo, nuestra imaginación, que no es sino ese atareamiento bajo las aguas negras del Diluvio. Toda una declaración de principios que debería hacernos pensar si un mundo que no se pregunta por esa presencia de los animales, o por el trato que les damos, puede merecer la pena. Porque ¿y si el verdadero sentido de la historia del Arca no es que Noé salvara a los animales, sino que fueron ellos los que le salvaron a él? No quiero concluir sin citar ese momento único del Quijote en que Cervantes nos narra cómo el rucio de Sancho se acerca a Rocinante y apoya su hocico sobre su lomo para buscar su calor, dándonos a entender que una parte esencial de nuestra humanidad se expresa misteriosamente en la contemplación de esa dulzura de los animales.



Artículo de Gustavo Martín Gazo, publicado en El Pais el 2o de abril de 2004.

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